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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Caparazón de espinas

Siempre eran tiempos de guerra en un país en desarrollo, un país que extrañamente nadie conocía por su diminuto tamaño. Había conflictos graves cada 100 años, era el mismo patrón que tenía una llamada flor de esperanza, la cual era nada más y nada menos que una rosa que crecía en medio de la capital. Esta flor no tenía relación alguna con los sucesos del país.

La rosa creció escuchando las melodiosas sinfonías en piano, los maravillosos cuentos de hadas que las madres contaban a sus hijos y viendo como las parejas caminaban sumamente perdidas en el amor. Así, junto con ella, fue creciendo un fuerte deseo de encontrar a quien le acompañaría por el resto de su vida, esperando, al jardinero que la cuidaría hasta marchitarse. Conforme el tiempo pasaba y la guerra crecía, la flor fue perdiendo la esperanza, pues veía cómo las parejas discutían y se separaban, al oír gritos de terror en lugar de escuchar el piano y la manera en la que los niños que para entonces eran adultos se pervertían.

No pudo hacer otra cosa más que entristecerse, y poco a poco fue rodeándose de sus espinas, lastimándose a sí misma con ellas. Esto no le importaba con tal de no ver, sentir o escuchar ese aterrador mundo en el que se encontraba. Cada día, su caparazón de espinas se hacía más grueso. Aún anhelaba tener a alguien junto a ella.

Meses después, llegó su último día de vida, el día en el que se marchitaría sin haber cumplido sus sueños. Por un momento deseó ser como el resto de las rosas, quienes tenían la suerte de poseer a una persona que las cuidara, por ser como las demás plantas, que tardaban días en marchitar, por no tener que volver a vivir en el siglo siguiente.

En el momento justo en el que decidió dejarse morir, una mano ensangrentada atravesó su fortaleza y acarició sus pétalos al tiempo que se deshacía de la gran cantidad de espinas que había. En ese instante pudo escuchar nuevamente las melodías en piano que tanto le gustaba oír, así como los cuentos de hadas que solía escuchar.

Desde ese entonces ya no tuvo que nacer cada siglo, ni siquiera se había marchitado. Había sido la primera flor que lograba conseguir lo que más deseaba.